Estoy en Buquebus viajando a Uruguay; una tormenta fuerte sacude al Río de la Plata como si un niño enojado devolviera otra vez un plato de sopa.
El hecho de haber bebido los setecientos cincuenta centímetros cúbicos de mi agua mineral sin gas produjo la inoportuna necesidad de recurrir al sanitario del barco.
Luego de un complicado slalom en los pasillos del buque encontré en mi destino que las pesadas puertas del baño se abrian y cerraban continuamente a modo de advertencia de los inconvenientes que podrían ocurrir si continuaba la travesía.
Al mejor estilo Indiana Jones logré mi propósito de descifrar la forma de entrar al baño y estaba en la encrucijada de elegir en cual de los tres urinarios vertería el producto de mi riñón. Cabe recordar que tengo un solo riñón porque al otro lo olvidé en algún lado.
Alzando mis manos contra la pared para sostenerme comienzo a liberar el líquido que más de un deportista olímpico quisiera tener al momento del antidóping. Pero un par de movimientos inesperados sacudieron mi cuerpo de lado a lado, arriba y abajo haciendo que mi amigo estuviera fuera de control. Luego de darle un par de chirlos para calmarlo y devolverlo al kioskito me di cuenta de que estaba orinado hasta el cuello.
Y ese es mi relato para el viaje de ida. Ahora estoy haciendo migraciones para retornar a mi Buenos Aires querido y en mi bolso se puede apreciar una botella de quinientos centímetros cúbicos de Gatorade.